Para Samarali
2013.

Era tarde, afuera de la cabaña croaban las ranas humedecidas por la llovizna que había cesado hacía poco. Ese invierno de 1509 fue muy extraño. Últimamente sucedía que la lluvia arreciaba sólo antes de oscurecer, justo cuando el último halo de luz desaparecía y se prolongaba más o menos por dos horas. Sin embargo, en esa ocasión el agua había empezado a caer desde muy temprano en la mañana persistiendo durante todo el día.
«Que extraño», pensó Sara abrigándose con la vieja capa que había pertenecido a su abuela y que ahora le proporcionaba una tibia sensación de protección y cobijo. Mientras se alejaba de la ventana recordó que era el primer invierno que pasaba sin ella. Desde que murió, libraba una tenaz batalla por acostumbrarse a la soledad y, más que eso, al silencio.
En realidad todo lo que tenía Sara lo había heredado de su abuela. Dos floreros, un pupitre, un candelabro, dos taburetes, algunos utensilios de cocina, unos cuantos manuscritos y libros, un almadraque, un juego de estatuillas de porcelana que eran tesoro familiar, una navaja, dos morteros (uno de piedra y otro de madera), una tetera, un rosario, un par de cobertores, una lupa, dos muñecas de trapo, tres cuadros, algunas herramientas para trabajar la tierra, un caballete y una paleta, un crucifijo, una extraña copa dorada de boca ancha que en el centro tenía pirograbada una rosa de cinco pétalos, y tres espátulas. Eso, sin contar el viejo baúl que permanecía cerrado desde el día de su muerte y que Sara aún no se arriesgaba a abrir.
– Sara, ¿estás ahí? -preguntó Marie con voz agitada mientras pisaba corriendo el pórtico de la casa-.
Marie era la única amiga que tenía Sara, en realidad era la única persona con la que se relacionaba. Se habían conocido poco antes de que su abuela enfermara gravemente. Era una joven delgada, de ojos grandes y cabello comprometedoramente corto. Solía ofrecer verduras con su madre en la plaza de mercado y en sus tiempos libres, siempre a escondidas, “estudiaba” el firmamento. Marie hablaba muy despacio y cuando conversaba solía cambiar de tema repentinamente o sumergirse en profundos silencios para luego retomar la conversación sin el menor atisbo de duda o remordimiento. Sara sospechaba que tenía habilidad para desdoblarse y eso la divertía.
– Ábreme, tengo que contarte algo, es urgente.
Un feroz viento la lanzó contra la puerta en el momento en que Sara la abría. Ésta la recibió en sus brazos, pero Marie siguió de largo.
– Qué pasó, ¿estás bien? -dijo Sara cerrando la puerta tras Marie-.
Quien ahora estaba parada frente a uno de los cuadros, el más grande de la casa, y lo miraba en absoluta perplejidad.
– ¡Marie qué sucede!
Sara vivía a las afueras del poblado de Amiens en una zona montañosa bastante escondida, a más o menos un día (sin noche) de camino del último cinturón de cabañas. Este lugar era el último al que se trasladaron luego de salir súbitamente de Estrasburgo, en la víspera de su cumpleaños número dieciséis.
Aquella noche su abuela entró corriendo y le indicó que debía subir lo que más pudiera al carruaje que tenía dispuesto fuera de la casa. Sara no entendió su premura pero desde muy pequeña se había acostumbrado a los viajes imprevistos y los trasteos atropellados. Sólo una vez, con escasos seis años, se había atrevido a preguntar a su abuela por qué salían de esa forma – ¿Grand-mère por qué huimos de esta forma?
Claramente descompuesta su abuela logró articular «Porque Dios es hombre». Sara había quedado estupefacta ante tal despropósito… «¿Blasfemia?»… se había preguntado en susurros para sus adentros.
– Han capturado a las hermanas Laveau y a su madre, las han acusado de brujería. Dicen que han tenido comportamientos extraños desde que falleció el señor Laveau. Siempre ha sido conocida en el pueblo la habilidad de la señora Laveau con las yerbas y, puesto que todas las personas la buscan para que les sugiera menjurjes y pomadas, no pasa desapercibida. Dicen que anoche una jauría de gatos chirriaba alrededor de una fogata que ella compartía con sus hijas. Ahora las personnes están gritando que son brujas y que se debe hacer más estricta la vigilancia en Amiens antes de que el mal se propague por todo el poblado. Cuando decidí salir para acá las estaban arrastrando a las afueras de la catedral. Sara debes tener cuidado.
Ésta se rio espontáneamente.
– Nadie sabe que vivo aquí, no hay ninguna posibilidad de que me encuentren y en caso de que eso ocurriera no tengo nada que ocultar: no soy bruja.
Pero también era cierto que no era una cristiana modelo. Su espiritualidad consistía en tres precarias oraciones, un crucifijo instalado en la puerta y un rosario que estaba sobre su pupitre. Su abuela nunca se esforzó por inculcarle la moral cristiana y Sara sospechaba que lo poco que le había ofrecido tenía el único objetivo de cumplir con ciertos protocolos sociales para «no levantar sospechas». Alguna vez, su abuela, que había estado dubitativa toda la mañana, la llamó y sentándola a su lado en el columpio del antejardín le había dicho: «Sara, jamás te desposes para guardar las apariencias, primero huye, la naturaleza te guardará en sus entrañas».
Sara no tenía muy claro el tema de las sospechas o las apariencias (¿de qué?) pero estaba segura de que aquellos elementos tenían una razón meramente instrumental que nada tenía que ver con una verdadera fe. Además, su abuela había estado muy ocupada enseñándole a leer y a escribir, y formándola en el arte de la pintura con espátula mezclado con una especie de naturalismo pragmático. Era consciente que debían ser prudentes y atesorar sus saberes, pero visto que ella no era ninguna bruja no comprendía cómo su naturalismo y su arte podrían ser tomados por brujerías.
«No soy bruja»,repitió para sus adentros e instantáneamente un breve flechazo acudió a su mente. Cuando era pequeña, su abuela y ella iban constantemente a la iglesia. Se sentaban en la última banca y seguían cada uno de los ritos litúrgicos con absoluta disciplina y silencio. Apenas terminaba la misa eran las primeras en salir. Siempre iban impecablemente vestidas con sus mejores sayos y capas de lana (tenían una túnica para las labores habituales y otra para la misa, ¡un verdadero lujo!). Su abuela llevaba en la cabeza un griñón que disimulaba la abundancia de sus cabellos. Sin embargo, aquella tarea cotidiana no volvió a repetirse luego de la primera vez que debieron salir improvisadamente del pueblo en que, suponía Sara, había nacido.
Ante los fuertes sacudones de Marie, Sara regresó de su trance un poco melancólica y confundida.
– Sara, ¿has estado pintando lejos de casa?
– No, sabes que cuando salgo nunca me demoro y usualmente no llevo las pinturas conmigo.
– Dime la verdad… han encontrado un mazo de madera como a medio día de aquí y estaba cubierto por un color violáceo en la punta. Encontraron también un pañuelo con las iniciales SF, dicen que pertenece a una bruja.
Sara recordó su travesía de hacía una semana: por puro milagro había escapado de la vista de unos cazadores que andaban detrás de un jabalí. Era el mediodía y unos rayitos de sol calentaban su rostro a través de las ramas del roble en el que se hallaba recostada. Llevaba poco más de una hora y estaba triturando algunas semillas y flores en su mortero de madera con el fin de pintar una damascena para conmemorar el primer año del fallecimiento de su abuela. No quería decirle la verdad a Marie pues desde que se había quedado sola se había tornado sobreprotectora. Constantemente, le decía que tuviera precauciones, que no se alejara mucho de la cabaña y que bajo ningún motivo se acercara a Amiens.
– Quizá estuve hace una semana un poco lejos de aquí, me descuidé y tuve que apresurarme para regresar antes de que anocheciera.
– Sara sabes que esa gente ve brujas en todas partes. Además ¿qué hace una mujer sola en una cabaña en medio del bosque? Sin familia, sin historia y con ese montón de cuadros.
– Soy huérfana Marie, no es mi culpa que mi familia haya muerto de escalofríos y mi madre al tenerme. Eso no me hace bruja.
– Y qué me dices de tu habilidad para leer -dijo señalando un gran libro de tapas verdes que reposaba sobre el pupitre- O para pintar.
– ¿Dices que soy una bruja?
– ¡No! -le dijo Marie acercándose a ella y tomándola tiernamente de sus brazos- pero eres una mujer especial y para ellos eso es suficiente.
– Boberías, Marie. Además primero irían por ti… tienes una personalidad muy desafiante -le dijo para luego aventarse sobre ella con un ataque de cosquillas-.
Marie se había ido después de la cena que había consistido en vino caliente y puré de patatas. Sara había quedado preocupada pues secretamente reconocía que su amiga tenía razón. La Santa Inquisición tenía una predilección casi morbosa por las mujeres y, sobre todo, por aquellas que tenían comportamientos un poco menos habituales que los del resto. Y Sara poseía una vida peligrosamente insólita.
***
Cuando Marie llegó a su casa aquella madrugada, su padre la estaba esperando con un rejo y su madre lloraba en un rincón con la cara enrojecida e hinchada. Habían tenido que mentir para ocultar su ausencia a los demás congregantes. El día anterior fue muy agitado en Amiens. Pese a la brevedad del juicio, veinte minutos cuando mucho, la culpabilidad de las herejes se había revelado incuestionable y los buenos parroquianos se habían visto en la penosa tarea de imponer la justicia divina por mano propia. El resultado: tres brujas menos y un tío desconsolado con diez hectáreas nuevas para la venta.
Marie soportó silenciosamente la reprenda de su padre, ahogando su profundo odio. Además había pasado una velada muy agradable con Sara y el cometido de advertirla estaba cumplido. «Ojalá supiera cuánto está en juego», pensó Marie al recordar a su amiga. Para ella eran tiempos de guerra y lamentablemente cada mujer era un enemigo potencial de la Santa Inquisición. Conclusión a la que había llegado luego de ver cómo crecía la cifra de mujeres asesinadas, o como decían en el pueblo ajusticiadas, por supuesta brujería. «¡Pobre Sara inocente y rara como ninguna!» Aunque si lo pensaba bien, ni ella misma se salvaba del ejército de Dios.
***
Habían transcurrido veintidós días desde la última vez que su amiga la había visitado aquella extraña noche de llovizna y Sara estaba preocupada: desde que se conocían no pasaba semana en blanco. Día tras día su ansiedad se incrementaba y en más de una oportunidad había tenido la quemante necesidad de salir corriendo en su búsqueda, pero las palabras “que no me aleje mucho de la cabaña y bajo ningún motivo me acerque a Amiens sonaron atronadoramente insistentes en sus labios” escritas en una especie de diario le recordaban la advertencia, la súplica, de su amiga. Sara tenía la costumbre de registrar su vida detalladamente y ésta consistía en sus observaciones de la naturaleza, sus conversaciones con Marie y una que otra disertación con su abuela fallecida.
Al dieciochoavo día había llegado corriendo hasta el corredor de pinos que se encontraba a unos quinientos metros hacia el noroeste en dirección a Amiens. De súbito, había dejado caer las manzanas que estaba pelando y sin reparar absolutamente en nada alzó vuelo. Al llegar al último pino, su sexto sentido la inmovilizó bruscamente y se quedó un tiempo contemplando un viejo sauce, al cabo de unos minutos regresó con el corazón apretujante a su cabaña.
Cuatro días después tenía todo listo: una navaja, una cantimplora con vino, unos pepinillos encurtidos, dos hogazas de pan, polvo de canela, una manzana (para Marie), una chalina y un pequeño pergamino que enrolló y contenía, según su amiga, el mapa de Amiens. Lo había guardado todo en el bolso que había amarrado firmemente a su cintura. Antes de salir ajustó la toca con corbata que escondía su larga cabellera trenzada color chocolate y tomó las cincuenta y nueve cuentas ensartadas que pendían de un clavo sobre su pupitre «por si acaso».
A las diez de la noche había llegado al primer lugar que indicaba aquel mapa: el río Somme. Temerosa pero decidida había avanzado sigilosamente por el puente que la conectaría con la aldea. Por fortuna, aún no estaba por completo amurallada. Luego de atravesado el primer obstáculo, se refugió en unos enormes tablones dispuestos de forma irregular sobre el suelo. Para calmar su ansiedad tomó un poco de polvo de canela y lo puso en la punta de la lengua. Se concentró en el rostro de su amiga… «Estará enferma o quizá su madre» «¿Habrá tenido que trasladarse contra su voluntad por causa de su padre… de forma intempestiva?» No, no lo creía. Marie hubiese buscado la forma de contactarse con ella, de eso estaba segura. Sin embargo, y sólo por un instante, alcanzó a formularse nebulosamente la idea de la muerte pero la borró de inmediato con un sacudón negativo de su cabeza.
Se desplazó cuidadosamente hacia una casona que, en medio de ese entorno fúnebre, se le antojó la más fantasmagórica. Estaba lloviendo. En el pórtico revisó su mapa; éste indicaba que debía girar a la izquierda luego del Campanario ubicado en lo que parecía ser el centro del poblado. Para llegar a él debía atravesar un callejón de casas a su izquierda, de unos veinte metros de largo; luego nuevamente a la izquierda siete metros y finalmente a la derecha hasta salir a un claro. Después de identificar el Campanario de Amiens -recién construido, destruido y vuelto a construir- debía correr en dirección a la Catedral por el costado derecho desde su perspectiva y descender por una escalinata en dirección oeste alrededor de cien metros, pasando dos callejuelas y una posada con un enorme desván (la única) con un letrero que rezaba “Auberge”. A cinco casas contando desde la esquina, al voltear la cuadra, estaba la casa de Marie.
***
La casa de su amiga no sobresalía del resto excepto porque tenía dos aberturas a parte de la puerta y no una, como se acostumbraba. Una ventana al lado izquierdo y un portillo. El portillo había sido idea de Marie cuando era pequeña y su padre había accedido. Fue en la época en que ella aún no había menstruado y en la que sólo el delantal sobre su túnica ponía en evidencia que era una mujer. Luego de su primer sangrado su padre no volvió a dirigirle la palabra más que para insultarla o imponerle una orden. Sara recordaba esa anécdota que Marie le contaba en algunas ocasiones con expresión indiferente «los hombres temen el sangrado Sara, y sin embargo es lo más maravilloso que tenemos las mujeres, recuérdalo: te hace libre». Marie no deseaba tener hijos.
Cuando estuvo frente a la puerta una fuerte desazón se apoderó de ella y tuvo que ahogar el llanto con sus dos manos. Tenía un mal presentimiento. Durante los últimos veintidós días Sara se había esforzado por estar tranquila «quizá el mercado ha estado muy activo, con esas nuevas rutas de intercambio que Marie dice que han abierto»…Notó que las piernas le temblaban. No sabía qué hacer en ese punto y se dio cuenta que era lo único que no había planeado. Repentinamente, recordó que su abuela le había enseñado a ulular como las lechuzas y que ese sonido fascinaba a Marie. Estaba segura que lo reconocería si lo hacía en clave como alguna vez lo habían ensayado. Para ello se ubicó en un establo tras unos cubos de paja en dirección diagonal a la casa de su amiga, en la orilla derecha de enfrente. Sacó un pepinillo que comió entero y puso polvo de canela en la punta de su lengua. Meditó durante algunos minutos y tomó el último sorbo de vino que le quedaba, ofreciendo primero un poco a la tierra como le había enseñado su abuela.
Llevaba seguramente diez minutos ululando, con una frecuencia de tres sonidos por cada cuarenta o cincuenta segundos. Y de repente unos fuertes brazos la arrancaron de su guarida al tiempo que unos alaridos ensordecedores la neutralizaron. No logró comprender qué sucedía hasta que la palabra «sorcière, sorcière, sorcière» (bruja, bruja, bruja) se aclaró en medio del bullicio. Una ola de terror sacudió aún más su cuerpo arrastrado por la muchedumbre.
***
El grupo de viajeros, compuesto mayoritariamente por mujeres, se topó con una extraña cabaña en una zona montañosa al atardecer. Eran desplazados por la guerra de vieja data entre Francia e Inglaterra en territorio francés. Los señores feudales se habían vuelto más sanguinarios (eso si podía hablarse de “más” pues para todos ya eran lo suficientemente sanguinarios). Por su parte, los ejércitos reales saqueaban y destrozaban villas completas, sin contar las terribles violaciones y los asesinatos que cometían por diversión. De los viajeros, siete u ocho eran mujeres y entre ellas se encontraba una pequeña niña de seis años. Rodearon cautelosamente el recinto que por su aspecto parecía abandonado: a su izquierda había un terreno plano que en alguna época seguramente habría sido un huerto y a la derecha un columpio colgaba apenas de uno de sus cabos.
Con las armas blandidas (palos, puñales, espadas, ballestas y un par de arcos) se fueron acercando a su objetivo, cual cazadores. Alguien empujó la puerta delantera y en estampida ingresaron todos gritando pero la cabaña estaba vacía. Parte del techo se había desprendido en una esquina y todo estaba lúgubre y lleno de hojas de otoño medio enterradas bajo la nieve que se había filtrado.
Mientras los varones y las mujeres requisaban la cabaña en busca de tesoros ocultos, la pequeña niña exploraba el entorno. El columpio fue su primer destino y lamentó no poder usarlo. Más adelante vio una roca muy curiosa parcialmente cubierta de nieve. Era extraña: tenía forma de rosa pero no parecía haber sido esculpida por nadie ya que era demasiado rustica. La pequeña se sentó un momento sobre ella y luego de un rato más o menos largo divisó una colina que llamó su atención por un momento. Sin embargo, lo que realmente la cautivó fue un grupo de hermosas flores de brezo que estaban a su lado. Eran de un color malva rosáceo y parecían muy resistentes. Eso era seguro puesto que ese invierno de 1531 había llegado más o menos con fuerza. Cuando la pequeña se acercó notó una gruesa lámina de madera que estaba sobre el suelo con un ángulo de inclinación del tamaño de unas tres palmas de su mano, que simulaba una lápida.
Tuvo que retirar algunos pétalos y mucha nieve para poder leer la leyenda; sobre la madera desgastada rezaba: “Chère grand-mère. Nature que vous garder dans son ventre” (Querida abuela. Que la naturaleza te guarde en sus entrañas). La niña se sintió feliz por haber logrado descifrar el mensaje pues comprendía que muy pocas personas tenían ese don y entre los niños que había conocido era la única. Por un rato estuvo meditabunda imaginando la historia de esa “chère grand-mère” y de su “petite fille” quien seguramente la había enterrado. Al cabo de un rato se recostó en la nieve y se quedó dormida.
La despertó su madre que la llamaba por su nombre desde el zaguán de la cabaña a unos veinte metros. Ella respondió que ya iba y se incorporó adormilada. Al dar un par de pasos tropezó con una enorme raíz de un árbol y cayó al suelo.
***
Casi que habían hecho un inventario de lo que contenía la casa: dos floreros rotos, un pupitre, un candelabro, dos taburetes, algunos utensilios de cocina, unos cuantos manuscritos y libros (algo muy extraño puesto que pocas personas sabían leer y aún peor escribir, sin contar lo costoso que resultaban los libros no manuscritos y el papel pergamino de los manuscritos), un almadraque, un juego de estatuillas de porcelana (material extrañísimo que no había visto ninguno de los visitantes), dos morteros (uno de los cuales carecía de mazo), un par de cobertores, un manual de recetas, una lupa, dos muñecas de trapo, doce cuadros, algunas herramientas para trabajar la tierra, un caballete y una paleta, un crucifijo, una extraña copa dorada, tres espátulas y un viejo baúl que al parecer había sido forzado por algún intruso con el objetivo de acceder a su contenido y que guardaba algunas joyas y un cuadro familiar en que estaban retratadas cuatro personas adultas, una de las cuales tenía en brazos a una niña pequeña de unos diez o doce meses. Fue muy desconcertante «¿para qué abrirlo a la fuerza y dejar atrás su contenido? ¡joyas legítimas!?» había dicho alguien.
***
En la parte más cercana al tronco del árbol, la raíz tenía una especie de cavidad natural. Por pura curiosidad la niña se acercó y hundió su mano tan profundamente como pudo. Con la punta de sus dedos sintió algo: un material tieso como pellejo de animal. Desesperadamente hundió aún más su brazo y con un esfuerzo sobrehumano alcanzó a asirlo. Tiró fuertemente y logró sacarlo por completo. Era un bolso de cuero curtido. Dentro, la pequeña niña encontró dos libros y un lienzo recortado.
Ambos libros tenían algo en común: estaban incompletos. Pero la caligrafía era diferente. Por su parte el lienzo mostraba el retrato en versión miniatura de una mujer joven de cabello ondulado color chocolate, en la parte posterior se leía “Magdalena 1488”. Medía un brazo suyo al cuadrado y se encontraba sin marco y sin soporte, por lo que cabía fácilmente doblado en aquella bolsa. Uno de los libros tenía muchas menos hojas que el otro y estaba menos afectado por el paso del tiempo. La última anotación databa de 1509 y decía algo de ir a buscar a una tal Marie a Amiens. El diario pertenecía a Sara Fleur. El otro diario que perteneció a alguien con iniciales EF contenía fechas que databan desde 1472 y hasta donde pudo ver no se trataba de una secuencia cronológica detallada, pues en algunas ocasiones se pasaba de un año a otro con apenas uno o dos eventos anotados; e inclusive había años en que ni siquiera había registro. Así mismo, la última fecha consignada databa de 1492, fecha en la que al parecer se había suspendido su redacción. En esa última entrada se leía:
“Hace apenas unos días debimos salir del pueblo. Tomé la decisión de huir con la pequeña Sara… la pobrecita ni siquiera camina y ya es huérfana. Creo que corremos peligro. A Magdalena, mi amada hija, la han capturado y la han acusado de brujería. Me la han asesinado con el fuego feroz de los ignorantes y egoístas… consumieron su vida ante la vista de todos… de su propia hija… ¡asesinos asesinos!…”.
La pequeña niña cerró los libros y volvió a esconder los tesoros encontrados. Con lágrimas, juró honrar sus memorias. Ese día se sintió como fiel heredera de un linaje exclusivo que nacía como un grito desde las mismas entrañas de la tierra.
– ¡Samara! – gritó de nuevo su madre-.
Por: Melissa Rojas